Por: Juan A. Liranzo. - Hace algunos años, mientras leía la famosa novela histórica “La Sangre; una vida bajo la tiranía” del ya connotado poeta, narrador y ensayista dominicano Tulio Manuel Cestero, me llamó la atención lo que, para cualquier lector, incluso pudo serlo para quien esto escribe, una simpleza en la obra. En sus primeras páginas, a modo de ilustración, estaba contenida una fotografía panorámica en blanco y negro de lo que era en época de la novela uno de los sectores de la ciudad de Santo Domingo. En dicha imagen, pude apreciar claramente algunos detalles del contorno de la ciudad que son comunes en ciertas localidades de nuestra ciudad capital. Los tendidos eléctricos, postes de luz y condiciones estructurales de las casas captadas en la imagen suelen verse exactamente igual en algunos de los barrios de nuestra ciudad e incluso, en una extendida parte del interior de nuestro país.
Lo que robó mi atención de aquella imagen fue ver como en una panorámica de finales del siglo XIX, tiempo en que gobernó Ulises Heureaux y época recreada en la obra, aparecen detallados, parte de la fisonomía capitalina que aún se conserva en nuestro país en pleno siglo XXI. Pareciera en nuestros días como si una parte de la población, sin sospecharlo, se ha quedado atrapada en el siglo XIX, viviendo en las mismas condiciones y muy probablemente pernoctando bajo los mismos anhelos de cambio.
Ciertamente, es posible en nuestros tiempos pasearse por algunas calles que no tienen nada que envidiarle a cualquiera de los países desarrollados, ataviadas por torres y desarrollo estructural. Vehículos de último modelo transitan por aquellas avenidas, pero al propio tiempo llama la atención como delante o detrás de aquellos coches se posa otro en estado de un notable deterioro, no apto para transitar, brindando un servicio de transporte. Allí donde el padre o la madre poseedores de un Mercedes Benz se paran en el semáforo con su hijo a bordo para esperar el cambio de luz, es donde otro infante de la misma edad de aquel niño se posa en los cristales para limpiarlos o pedir algo de caridad; y es que el país se sobrepone a cada instante a aquellas contradicciones, contrastes que hacen creer que República Dominicana está sumida en dos siglos distintos: El siglo XXI y el siglo XIX.
Naturalmente, no podemos pretender que haya en nuestro país, ni en ningún país del mundo, igualdad plena entre todos los ciudadanos, pero sí debemos aspirar a tener un país de mayor justicia y equidad. No podemos creer que las familias que han monopolizado los recursos del país se desprendan, filantrópicamente, de sus bienes para ser repartidos, pero sí estamos en el deber de despertar consciencia y forzar la construcción de un Estado más responsable y regulador. No podríamos jamás desestimar la importancia que comporta el crecimiento económico y sostenido de la nación, pero tampoco podemos olvidar que igual de importante es el desarrollo que beneficia a todos. Es inconcebible la vivencia en un mismo espacio de dos siglos distintos, y más inaceptable aun es la probabilidad de percepción de aquella realidad y que los que viven en el Siglo XIX no hagan nada para cambiarla.